Mujer portentosa y de gran carácter. Fuerte y caprichosa. La mayor de tres hermanos, oriunda de Orizaba, Veracruz. Torbellino. Guapa y elegante, de figura envidiable en su época, por la amplia cadera y la cintura de avispa. Estudió la carrera para ser secretaria y trabajó, a pesar de estar casada, hasta jubilarse. Tuvo algunos novios, según platicaba, y pese a tener un padre muy estricto, se escapaba por las tardes para verlos. Se casó con un descendiente del mismo Antone Van Dyck, y tuvo tres hijos, la segunda, mi madre.
Fui su primera nieta. Cada año, en mi cumpleaños, mi abue me contaba la historia de cuando nací, y de cómo se empataba la fecha con el aniversario de bodas de sus padres. Ese año, sus padres festejaban en grande en un salón en la Ciudad de México, mientras yo esperaba a nacer en Uruapan, Michoacán. Salió de la fiesta sin haber dormido, y se dirigió al aeropuerto, sin embargo, cuando por fin pudo abordar y estaban casi listos, les pidieron que bajaran del avión por alguna situación emergente. Ella suplicó que la dejaran quedarse en su lugar, ya que temía quedarse dormida y perder el vuelo debido a que no había dormido nada desde el día anterior. Sin recordar bien a bien cómo, logró convencerlos y comentaba que la despertaron los avisos del piloto anunciando el despegue, una vez que ya todos los pasajeros se encontraban nuevamente en sus lugares. Así, la historia terminaba con ella llegando al hospital y con mi madre recibiéndola conmigo en brazos, entregándome a mi abue y diciéndole «ten, mamá, tu nieta».
Y así, cada año. Yo, la primera; la que hizo mamá a mi mamá y abue a mi abue.
Muchas veces me fui a visitarla en su casa, y me iba sola, porque disfrutaba estar con ella, disfrutaba su compañía, la calma, la casa grande y fresca, la Ciudad de México, el silencio por las mañanas, las pláticas por las tardes. Me contaba muchas cosas, me contaba sus historias y algunos secretos. Me contaba muchos pleitos que siempre tenía con su hermana. Me contaba de cómo yo soy su consentida por ser la primera nieta. Me repetía una y otra vez lo bonita que soy a sus ojos, cuánto le gusta mi cabello chino y de cómo le gustan mis facciones. Yo siempre le decía que me parezco a ella, que también es muy bella y que es de familia, a lo que respondía que no era cierto, porque ella está arrugada y vieja. Pero yo sé que lo es, y se lo vuelvo a repetir.
Cuando yo era pequeña, suficientemente mayor como para hablar y no tanto como para dejar de ser ingenua, mi madre me enseñó a contestar cuando me decían tipo «qué bonita estás», y la respuesta aprendida que yo debía dar era: «es que me parezco a mi mamá». Causaba sensación. La gente se reía y le encantaba que yo respondiera eso, simplemente uno no se lo espera. Luego creces y empiezas a entenderlo, por lo que contestas cualquier otra cosa. Luego creces más y entiendes que es cierto, y lo contestas convencida... «Oye, qué bonita eres», «gracias, es que me parezco a mi mamá... y a mi abue».
Lágrima. ¿Por qué nada de esto me da alegría el día de hoy? ¿Por qué se los quise compartir? ¿Y por qué escribo con un nudo en la garganta?
Porque sé que mi abue está ahí, en alguna parte. Solo que no lo recuerda. Poco a poco desde hace varios años ha ido perdiendo la memoria y se ha ido olvidando de todo y de todos. Recuerda a mi madre. Yo no tengo tanta suerte. A su diagnóstico antes se le llamaba demencia senil, pero ahora lo correcto es decirle solamente Demencia, ya que podría malinterpretarse como si fuese algo propio del envejecimiento, y no un padecimiento crónico degenerativo, como es.
Hace unos años mi abue sí lo llegaba a notar, y nos decía «discúlpame, esta cabeza mía no funciona bien a veces, no sé qué me pasa...» y sufría y lloraba. Ahora ya no sufre. Su creatividad llena los espacios. Todo el tiempo está creando situaciones para entender lo que sucede. Por ejemplo, al no saber dónde está, comenta que al terminar lo que está haciendo, se retirará a su casa, y unos minutos más tarde, puede platicar que está de vacaciones en un hotel, y que se la está pasando de maravilla.
Todo esto de pronto ha pasado a ser más difícil para los demás que para ella. No hace falta explicarlo.
He visitado a mi abue en su casa de retiro regularmente y no se acuerda de mí. De ninguno, solo de mi madre. Así que cuando fui a verla el domingo pasado sinceramente esperaba lo mismo. Siempre recuerda más a los doctores que a nosotros, sus familiares. E incluso a ellos tampoco sabe bien dónde los ha visto o por qué los recuerda. Es así que el domingo, sin mayor esperanza de que me recordara, llegué sin maquillaje y con el mismo chaleco con el que la he visto en un par de ocasiones, porque que me ha hecho notar que le agrada, y me llevé a mi marido conmigo en calidad de psiquiatra valorador.
A nadie engaño. Claro que llevaba una mínima esperanza de que esta vez me reconociera, si no como su nieta, al menos sí de que nos hemos visto alguna vez...
Cuál fue mi sorpresa al saludarla y ella recibirme con asombro escucharla decir «yo a usted la conozco... como de un familiar», a lo que le contesté «así es, abue, soy tu nieta, hija de Patito» «¿de mi Patito?» «Así es» «¡Ay! ¿ya ves? Yo sabía que te conocía, como de un familiar, yo sabía...»
Me dio tanto gusto, tanta felicidad... Me dijo una y otra vez que le gusta mucho mi cabello chino, mis facciones y que estoy muy bonita, a lo que yo le contestaba que ella también. Cada vez, ella contestaba que no, que está vieja, y yo le decía que es muy bella, que es de familia. La situación se repitió incontable cantidad de veces, así como las veces que me preguntó mi nombre y el nombre de mi madre. «¿De verdad Patito es tu mamá? ¿Dónde está ahora?» «En su casa, pero vino ayer» «Tiene mucho que no la veo, por favor, cuando la veas dile que venga, para reconocerla y preguntarle si siempre me he portado bien con ella, no vaya a ser que la haya tratado mal o le haya hecho alguna grosería...»
No sabe qué edad tiene. No sabe dónde está. No sabe con quién platica y a duras penas identifica las caras familiares. Generalmente no sabe de qué está platicando y hasta puede que cambie el tema de conversación. No recuerda a su familia o sus apellidos. No recuerda ni siquiera lo que desayunó hace 10 minutos y hace la misma serie de dos preguntas ocho veces seguidas, sin registrar las respuestas.
A sus casi 85 se encuentra muy sana físicamente, y no puedo dejar de pensar que es muy probable que la falta de memoria le ayude a mantenerse así, sin ansiedad por nada y dejándolo ir todo.
Mi abue está ahí, en alguna parte. Solo que no lo recuerda. Lo noto al platicar con ella. Cuando me pregunta que a qué me dedico y le contesto que soy psicóloga, sonríe y me dice «¡Ah, piscóloga!», y no importa cuántas veces me lo pregunte ni cuantas veces lo conteste, siempre me seguirá diciendo «¡Ah, piscóloga!». Porque ella es así, porque de acuerdo con ella, así se dice. Y sonríe de nuevo.
Y lo noto cuando camina, porque camina igual que ella. Y cuando come, cuando habla, cuando cuenta y cuando se queja, lo hace como ella misma. Aunque ella no se acuerde. Es irreverente, grosera a veces, caprichosa y mimada. Le gusta que las cosas se hagan como ella quiere y si no es así, se enoja. Tal cual ha sido siempre. Porque cuando envejecemos nos hacemos más como somos, y ella siempre ha sido así.
Volvió a preguntarme mi nombre y de quién soy hija. «de Patito» «¿mi Patito? No puede ser... ella no me había dicho nada de que hubiera tenido hijos...». Decidí hacer algo que quería hacer hace tiempo, con la esperanza de saber que recuerda en algún lugar algo de su primera nieta, le conté acerca de aquella fiesta y aquel vuelo, y aquella bebé en aquel hospital... «Pues no, no recuerdo nada de eso» me contestó fríamente y me cambió el tema.
Antes de irme, me pidió mi número de teléfono, como lo hacía justo antes de irme de su casa; le contesté que ya se lo había dejado, a lo que volteó para todos lados sin saber dónde estaba, creyendo en mi palabra al menos durante los segundos en los que recordaría mi respuesta. Después volvió a preguntarme un par de veces a dónde iría después de ahí, y al contestarle que a trabajar y preguntar que en qué trabajo, se repitió la rutina donde le explico que soy psicóloga y ella contesta «¡Ah, piscóloga!».
Ella ha olvidado que me he despedido ya tres veces, y sigue haciéndome plática acerca de cuánto le gustan mis chinos, mis facciones y lo bonita que soy, a lo que he contestado todas las veces que es bella también, aunque ella lo niegue todas.
Esto puede parecer cansado y tedioso para el lector, sin duda es desgastante para la familia. Pero estar ahí, no quererse ir, no poderse ir, eso es lo más difícil.
El olvido de mi abue es de las cosas más duras a las que me he enfrentado. Sé que cuando me levante de esta silla, cuando me vaya de su lado, no solo se olvidará de que estuve aquí, sino que se olvidará de que alguna vez existí. ¿Y quiénes somos si no el conjunto de recuerdos, de historias que nos conforman? Yo solía ser la primera nieta en la memoria de mi abue, su consentida. Hoy tengo mucho miedo, porque en mi memoria tampoco se registran todos los recuerdos, y eso asusta.
Mi madre es muy fuerte. Demasiado. Yo no he dejado de llorar desde aquel día, y sé que mi madre también llora, pero ella nos da fortaleza a todos. Incluyendo a mi abue, que recuerda muy bien a su Patito, aunque no recuerde muy bien cuándo va y cuándo no. Y mi madre es hermosa, lo sé porque me parezco a ella.
![]() |
Sra. Bety |
Entre la silla y el olvido,quiero llorar pero me aguanto. Es triste el relato si, pero la forma en que lo escribiste, la empatía que generas es muy emotiva. Me gustó mucho
ResponderEliminarSonrisa, alegría, tristeza y una profunda sensación de amarga resignación es lo que me ha generado tu texto lleno de calidez y amor por tu abuela. La trascendencia es la vida en la memoria de ajenos, pero también se trasciende en el corazón de los propios.
ResponderEliminar