Y es que no era mi culpa, esa es la realidad de la mayoría: nadie nos enseña a gritar.
Cada uno de nosotros tenemos necesidad de atención, de cariño, y por qué no, hasta de que nos den detalles que nos ayuden a decorar la egoteca. De una respuesta. Pero tienes que esperar por ello, incluso hay que ganárselo con esfuerzos desmedidos para obtener un poco de ese reconocimiento de los demás, para ser uno mismo.
Tragarse el orgullo, no reclamar nada, esperar en silencio, pensar por el otro.
Pero lo peor viene cuando llegas a intentar hablar un poco más fuerte de lo acostumbrado. Te callarán de inmediato, coartando esa necesidad innata de gritar por aquello que te hace ser y que es ya por derecho tuyo.
"¿Lo hice bien?, ¿cómo me veo?, ¿me quieres?" o incluso un "quédate". Callados, por lo que te han enseñado desde siempre, gracias a prejuicios estúpidos.
Esperar que todo llegara por sí solo. Y lo hice. Esperé.
Ese día, el día en el que decidí que gritaría si así me place, lo recuerdo, les decía, y comencé a preguntar. No quise quedarme con duda de nada, incluso aunque la respuesta no fuera algo meramente agradable para mis sentidos: "¿nos volveremos a ver?, ¿la amas?..."
Así de simple es la vida. Uno dice qué necesita, y no se queda esperando a ver si el otro ha podido o no darse cuenta.
Grito para que estés, para que te quedes, y para que me ames. Grito para que todo me sea concedido y para que nada se pierda en la conmiseración.
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