Ella vivía en una casa llena de vida; habían papás, hermanos, sobrinos y hasta mascotas. Muchas. Pero en su mente siempre tuvo claro que las personas no garantizan compañía. Ella siempre estuvo sola.
Decir cuándo empezó todo sería como jugar un azar. Aún así, ella aseguraba estar destinada antes de su nacimiento. Sus padres no sólo habían tenido experiencias cercanas a la muerte antes de conocerse, sino que en su misma luna de miel estuvieron a segundos de ser atrapados entre un auto a velocidad de persecución y una cortina de metal en un local de Manzanillo. Contaban sus vivencias y se decían afortunados por el "tiempo extra".
Ella nació dos años después, añorada por sus padres y con su nombre decidido mucho antes de la boda. La alegría de su nacimiento fue truncada por una noticia: el fallecimiento de su abuela paterna. La misma hora selló en ella un estigma que jamás arrancó de su espalda. Cada cumpleaños sería, a la vez, un aniversario más de aquella triste tarde en la que dejara de acompañarnos en este mundo la matriarca de la familia.
Tal vez sea mi imaginación, pero esa niña era feliz; eso nos parecía a todos. Vivía en un mundo alejado, no se la entendía; parecía que siempre soñaba despierta, que la realidad nuestra no la afectaba, le era inexistente.
Pensaba. Prácticamente todo el tiempo miraba al vacío con una expresión casi escalofriante, como si encontrara respuestas a sus constantes cuestionamientos, con un aire burlón a veces, con uno jactancioso otras, pero en definitiva, depresivo siempre. Pero sonreía, para sí, entretenida, divertida y alejada. Sola.
Recordaba con extraña claridad la primera vez que la vio, como si tuviera al menos el doble de sus apenas cinco años. La miró a los ojos. Pero no visitaba por ella, sino por un familiar. La vio fastuosa, pálida y fría, con un vestido de elegantísimo blanco, con un caminar puro, sin titubeo, delicado pero rígido. Como nunca nadie.
Preguntó por su abuelo y la respuesta fue breve: "se fue al cielo". Parecía haber entendido lo que se le dijo. Pareció entender que ya no estaba y que no volvería jamás. Sin embargo, ¿qué puede entender una nena de cinco?.
Creció. Encantaba a cualquiera con su mirada y sonrisa. Su familia le auguraba el mundo. Ella no se enteraba.
"Encerrada". En una palabra describía su propia existencia; aunque reconocía que esas paredes no estaban en otro lado sino dentro de su cabeza, en su propia percepción.
Mucho le ofrecían. Dependía tal vez de su improvisada empatía con la gente, de sus ojos tiernos a la vez que seductores, o de su andar casi distraído. "Las cosas se te conceden", solían asombrarse sus conocidos. A veces ellos mismos propiciaban que así fuera.
Le gustaba sentarse en el baúl de la ventana que miraba a la calle. Creía poder entender el mundo desde ahí. Disfrutaba y valoraba los momentos de reflexión que ella misma conseguía, pese a la dificultad en una casa tan ocupada.
La noche. Su momento predilecto. Pero la noche guarda demasiado entre tanta oscuridad. A veces sólo sonidos es posible identificar entre sombras. Ella los conocía todos. Y los guardaba para sí, sabiendo de antemano que no habría con quién compartirlos. A la gente le falta pasión por lo simple...
Y le sobra miedo.
Entre los sonidos llegaba a identificar uno en especial. Anunciaba la visita que ella esperaba. Salía al balcón y le llamaba. Sugería su encuentro, pero éste no se daba. La ausencia del sonido indicaba soledad de nuevo y ella simplemente aguardaba en silencio un par de horas. A veces llamaba frustración a su sentimiento, pero otras simplemente vivía la tristeza cotidiana y dormía procurando olvidar las posibilidades.
Y así, nuevamente llegada la madrugada, aspiraba el frío aroma de la soledad en el balcón, soledad que no era provocada por la gente, sino por ella, ella a la que siempre añoraba, la que caminaba a su lado pero que nunca dejaba verse.
Una tarde, caminó directo hacia la hermosa ventana que aparecía al costado de la habitación; yacía tan grande, majestuosa, rodeada de blanco conteniendo el verde. - ¿Qué te ocupa, Aline? - se atrevió a preguntarle; - La Muerte - respondió ella en un tono apacible, con una fuerza en la voz tan sigilosa que apenas permitía percibir esa perturbación que se hallaba en su cabeza; - ¿La Muerte?... ¿A qué te refieres? - - La siento, la he visto, y sin embargo, no me quiere -.
Pero sabía que no debía buscarla, que no tendría sentido, porque cuando algo vive en ti, ¿cuál es el sentido de buscarlo fuera?.
Decir cuándo empezó todo sería como jugar un azar. Aún así, ella aseguraba estar destinada antes de su nacimiento. Sus padres no sólo habían tenido experiencias cercanas a la muerte antes de conocerse, sino que en su misma luna de miel estuvieron a segundos de ser atrapados entre un auto a velocidad de persecución y una cortina de metal en un local de Manzanillo. Contaban sus vivencias y se decían afortunados por el "tiempo extra".
Ella nació dos años después, añorada por sus padres y con su nombre decidido mucho antes de la boda. La alegría de su nacimiento fue truncada por una noticia: el fallecimiento de su abuela paterna. La misma hora selló en ella un estigma que jamás arrancó de su espalda. Cada cumpleaños sería, a la vez, un aniversario más de aquella triste tarde en la que dejara de acompañarnos en este mundo la matriarca de la familia.
Tal vez sea mi imaginación, pero esa niña era feliz; eso nos parecía a todos. Vivía en un mundo alejado, no se la entendía; parecía que siempre soñaba despierta, que la realidad nuestra no la afectaba, le era inexistente.
Pensaba. Prácticamente todo el tiempo miraba al vacío con una expresión casi escalofriante, como si encontrara respuestas a sus constantes cuestionamientos, con un aire burlón a veces, con uno jactancioso otras, pero en definitiva, depresivo siempre. Pero sonreía, para sí, entretenida, divertida y alejada. Sola.
Recordaba con extraña claridad la primera vez que la vio, como si tuviera al menos el doble de sus apenas cinco años. La miró a los ojos. Pero no visitaba por ella, sino por un familiar. La vio fastuosa, pálida y fría, con un vestido de elegantísimo blanco, con un caminar puro, sin titubeo, delicado pero rígido. Como nunca nadie.
Preguntó por su abuelo y la respuesta fue breve: "se fue al cielo". Parecía haber entendido lo que se le dijo. Pareció entender que ya no estaba y que no volvería jamás. Sin embargo, ¿qué puede entender una nena de cinco?.
Creció. Encantaba a cualquiera con su mirada y sonrisa. Su familia le auguraba el mundo. Ella no se enteraba.
- Jamás pensé llegar a cumplir veintisiete años - sentenciaba.
- Desde pequeña, me imaginaba constantemente formas con las que podría simplemente dejar de existir en esta realidad a la que odié por mucho tiempo. Veinticinco era la edad límite. -
Mucho le ofrecían. Dependía tal vez de su improvisada empatía con la gente, de sus ojos tiernos a la vez que seductores, o de su andar casi distraído. "Las cosas se te conceden", solían asombrarse sus conocidos. A veces ellos mismos propiciaban que así fuera.
Le gustaba sentarse en el baúl de la ventana que miraba a la calle. Creía poder entender el mundo desde ahí. Disfrutaba y valoraba los momentos de reflexión que ella misma conseguía, pese a la dificultad en una casa tan ocupada.
La noche. Su momento predilecto. Pero la noche guarda demasiado entre tanta oscuridad. A veces sólo sonidos es posible identificar entre sombras. Ella los conocía todos. Y los guardaba para sí, sabiendo de antemano que no habría con quién compartirlos. A la gente le falta pasión por lo simple...
Y le sobra miedo.
Entre los sonidos llegaba a identificar uno en especial. Anunciaba la visita que ella esperaba. Salía al balcón y le llamaba. Sugería su encuentro, pero éste no se daba. La ausencia del sonido indicaba soledad de nuevo y ella simplemente aguardaba en silencio un par de horas. A veces llamaba frustración a su sentimiento, pero otras simplemente vivía la tristeza cotidiana y dormía procurando olvidar las posibilidades.
Y así, nuevamente llegada la madrugada, aspiraba el frío aroma de la soledad en el balcón, soledad que no era provocada por la gente, sino por ella, ella a la que siempre añoraba, la que caminaba a su lado pero que nunca dejaba verse.
Una tarde, caminó directo hacia la hermosa ventana que aparecía al costado de la habitación; yacía tan grande, majestuosa, rodeada de blanco conteniendo el verde. - ¿Qué te ocupa, Aline? - se atrevió a preguntarle; - La Muerte - respondió ella en un tono apacible, con una fuerza en la voz tan sigilosa que apenas permitía percibir esa perturbación que se hallaba en su cabeza; - ¿La Muerte?... ¿A qué te refieres? - - La siento, la he visto, y sin embargo, no me quiere -.
Pero sabía que no debía buscarla, que no tendría sentido, porque cuando algo vive en ti, ¿cuál es el sentido de buscarlo fuera?.
Sin embargo, se recordaba que nada es infinito, y que la vida terminaría por acabarse un día. Cada día era uno menos. Porque doquiera que has estado, algo de ti queda. "Es como morir poquito" pensaba. Lo descubrió al recordar los años, los amigos, los lugares. Cada cana le recordaba esa mortalidad de la que era dueña la del espejo.
Un día tendría que volver a verla a la cara...
Un apabullante escalofrío recorrió su ser en ese momento. - No quiero tenerla cerca, no sabría qué hacer.
Tal vez la única eternidad exista en sus brazos. No pretendo perdurar más.
Concédeme el ajedrez de la prórroga, la eternidad de las sombras o la tranquilidad de las cenizas -.
Un día tendría que volver a verla a la cara...
Un apabullante escalofrío recorrió su ser en ese momento. - No quiero tenerla cerca, no sabría qué hacer.
Tal vez la única eternidad exista en sus brazos. No pretendo perdurar más.
Concédeme el ajedrez de la prórroga, la eternidad de las sombras o la tranquilidad de las cenizas -.
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