Esta tarde me encontré leyendo cartas de antiguos amores alojadas en la egoteca de mi pensamiento, allí donde a veces pareciera no caber un alfiler más, y que, sin embargo, siempre encuentra la manera de ser más y más amplia. Cartas de posibilidad de amor y de amor imposible, de aquellos quienes alguna vez se declararon prendados de mí.
Pero esta vez hay algo que se siente diferente... me detengo a pensar, y me doy cuenta de que tal vez no soy aquella que siempre he pensado, única y especial. Como revelación, comienzo a entender. Todos quienes dedicaron sus lunas, sus paisajes y su ser para mí, aquellos que me han declarado amor incondicional, han tenido más amores, han dedicado más poemas que los míos y han amado con pasión a otras parejas.
Entonces... ¿Quién soy yo?
He dejado de ser esa mujer afortunada, la que era tan amada, la musa de literaturas y de pasiones nocturnas descontroladas. Dejo de ser la coleccionista de corazones enamorados. De remembranzas y de motes cariñosos. Dejo de ser quien me he creído para empezar a ser una más en la vida de tantos.
Tal vez de esto se trate crecer, madurar, dejar de ser una niña caprichosa y berrinchuda, berrinchosa y caprichuda. Dejo de ser aquella Lolita, Wendy en el País de Nunca Jamás, para empezar a entender que no soy, nunca he sido ni seré el centro del universo de aquellos amores eternos. Y a entender que la que los conserva soy yo, no ellos a mí.
Amores eternos.
Al invocar aquellas palabras, tan cerca de la muerte como estoy ahora, me parecen enteramente risibles e insoportables. Una burla absurda del universo para demostrarnos que no somos nada, cuando los que nos enaltecen son los mismos mortales estúpidos, con días contados y existencia vacía.
¡Qué bella debe ser una vida racional, certera e ignorante!
Amada muerte, único amor verdadero y eterno, olvídate de mí y permíteme regresar a la locura infinita, o recógeme en tus brazos y arrulla mi final, para que esta promesa de inexistencia le deje de doler a mi engorrosa consciencia.