Anoche fui a cenar con un amigo que tenía años de no ver. Se llama Lucent Vitelus. Es un cazador de dragones. Intentamos hacer cuentas del número de años, pero no logramos decidir si tres o cuatro, a lo que él contesta "depende del auto que traía en ese momento..."
Nos conocimos por casualidad hace 11 años, aproximadamente, en una fiesta de universidad donde coincidimos gracias a amigos en común. Fui con una amiga, con quien en ese momento nos encontrábamos de destrampe después de terminar por fin con relaciones tormentosas de años. Habíamos llegado a esa fiesta por invitación de un amigo de la facultad.
De inmediato me tiró la onda. Dice que le gustan altas. Imaginé que esa era la razón inicial por la cual no se aventó con mi amiga, quien es muy chaparrita. No recuerdo cómo salió al tema que me gustan los autos y a él también. -¿Quieres ir a ver mi auto...?" -me dijo.
Ahora que lo pienso, en esa época me arriesgaba demasiado. Él y su amigo, Kuru, nos invitaban a otra fiesta, cerca de ahí. Subimos al auto y avanzamos unas cuadras. Nuestro amigo de la facultad nos comenzó a buscar por teléfono, así que le pedimos a Lucent que nos regresara a la fiesta, con nuestro amigo.
Unos meses después, nos volvimos a encontrar, esta vez en un velatorio. La chica que organizó aquella fiesta, Bren, había fallecido por un descuido de sus amigos más cercanos, quienes tal vez condujeron sin precaución. En el carro iban tres personas más, todos compañeros de la Uni, todos amigos. Dos estaban en el hospital, uno con la pierna rota y la otra con muchas heridas, pero estable. La cuarta, la conductora, llegó al velatorio avanzada la noche, con un collarín. Al bajar de la camioneta en la que llegó, parecía no tener fuerza en las piernas y se desplomó en el piso. La ayudaron entre tres personas a dar cada paso, y parecía que no lograría llegar hasta el salón donde yacía el cuerpo de Bren. Cuando por fin logró entrar, la pena fue tal que volvió a caer sobre sus rodillas y soltó un grito de dolor que hasta el día de hoy recuerdo perfectamente.
Salí de ahí, harta de pena y duelo. Lucent me acompañó a la puerta. Una vez afuera, vi el auto en el que me había subido unos meses atrás, y le dije -me quedé con ganas de manejarlo...
-Vamos -me contestó -te dejaré manejarlo.
Tomamos camino rumbo a la Ciudad de México, permitiéndome tomar las curvas de la libre con velocidad considerable, rebasando los trailers que toman camino de madrugada. Lucent comentaba acerca de cuánto le gusta correr los autos, y que se sentía emocionado de encontrar una chava que manejara como yo lo estaba haciendo. Al llegar a la ciudad, me indicó qué calles tomar hasta que llegamos a unos tacos en "Masarik", abiertos aún a esas horas. Una vez terminamos de comer, tomamos el camino de regreso, esta vez, manejó él. Yo me sentía cansada y algo triste.
De regreso platicamos más acerca de nosotros. Supo que soy una vampira, y me contó que es un cazador de dragones. Me dijo que se había dedicado a cazar dragones por varios años, como su padre y su abuelo antes que él. También me confesó que ya no quedan dragones en el mundo, y si los hay, están muy bien escondidos porque tenía años sin ver o saber de uno. Sinceramente, eso me entristeció, y me negué a creerle. Aún pienso que debe haber, quizá escondido en alguna montaña.
Me dijo además, que no había conocido una vampira, y que tal vez ahora debería dedicarse a cazarnos. Después de todo, un cazador nunca deja de serlo. Lo reté a que lo hiciera. Sabía que nunca me sería rival.
Volvimos. Dimos vueltas en el auto hasta llegar a la facultad. Le pedí que me llevara porque tenía clase temprano. Cuando llegamos, la facultad aún estaba cerrada, así que estacionó el auto cerca y dormitamos un poco. Cuando dio la hora esperada, lo dejé para ir a mi salón. Con la misma ropa del día anterior, cansada, desvelada y triste por Bren. Por los otros tres implicados en la colisión.
Un par de meses después, me invitó a festejar su cumpleaños con él. Un mayo. Me llevó a cenar hamburguesas, puesto que le comenté que me gustaban, y compró cervezas. Dijo que escribía un libro de sus memorias y que seguramente yo estaría en él. Nos fuimos a su departamento y me mostró que había comprado una consola y un juego que le había hecho saber que me gustaba. Sí, era su cumpleaños. Me complacía porque lo que quería era, por fin, llevarme a la cama. Con las cervezas encima, me dio sueño, lo que no le importó para cumplir su cometido. Dormí en su departamento y al día siguiente, cuando me metí a bañar, se metió también, pero me hizo sentir incómoda y me salí. Después de esa noche, me llevó de regreso a casa y no lo vi ni supe de él por varios años.
Una noche, tiempo después, me visitó en mi casa. Subimos a su auto y dimos vueltas por el pueblo contiguo; yo manejé. Me dijo que su vida iba muy distinta. Que por su trabajo, debía viajar demasiado y que casi no se encontraba en México, salvo periodos muy cortos de tiempo. Fumamos. Nos detuvimos frente al panteón. Era de madrugada y el silencio imperaba esa noche. Todo era calma. Vidrios abajo, sacando humo, estacionados justo en la reja de entrada del panteón, cuando de pronto, sin más, los perros del pueblo salieron de entre las calles, ladraron sin parar hacia las paredes del panteón, al tiempo que se vino un ventarrón que movió los árboles. El momento nos silenció. Aquello duró apenas un minuto o dos. Los perros se habían vuelto a ir, y el viento volvió a ser calma.
Hace tres o cuatro años, nos volvimos a ver. Esa noche pasó de nuevo a mi casa y nos dirigimos al mismo panteón, a hacer remembranza de todo cuanto se refiriera a ambos. El libro que escribía quedó en el olvido.
El paso del tiempo es incorruptible. Y ayer, nos vimos en un restaurante de "alitas", cenamos papas a la francesa, nachos, pollo y cerveza. Clara, porque la oscura le hace daño. Yo, una limonada natural. Le platiqué de mis achaques de la edad. Me platicó de los suyos.
Mientras yo comía, me contó de sus viajes; Brasil, España, Dubai, Panamá, Las Vegas, Francia, China... Mujeres, comida, alcohol y drogas. Buen sueldo con muy buenas prestaciones, sintiéndose aún mal pagado. Me contó también que bajó diez kilos, y que le hace falta bajar aún otros veinte. Me habló de su novia, a la que ve una vez cada que tiene oportunidad, entre los viajes de él y los de ella, quien trabaja en la misma compañía. Conversó un poco acerca de su visión del mundo, de cómo él y su grupo de amigos coincidían en pensar que los Baby Boomers le arruinaron la vida a las generaciones siguientes, por trabajar y darle todo a sus hijos. De cómo la vida es difícil pero hay que tener "los huevos" para levantarse cada vez; de cómo una de sus hermanas está por divorciarse y la otra está en depresión desde hace seis años, mientras que él le llama "débil" y la incita a darse un balazo para terminar con su sufrimiento. De cómo los padres son responsables de cada decisión, buena o mala, que tomen sus hijos, debido a la educación que les hayan dado y los valores de los que los hayan provisto. Antes de despedirse, me confesó que siempre le gustó mi amiga, la chaparrita.
Anoche fui a cenar con un desconocido. Se llama Marco y dice que es empresario. Es Ingeniero Químico pero se dedica a supervisar la construcción de fábricas de farmacéuticas. Se ríe de sus propios chistes y cree que hablar de pedas es gracioso, así como repetir incansablemente la "no mames" y referirse a mí como "we", porque, según él, así se hablan en su círculo...